El valor de las almas es grande
Profesora adjunta de inglés en BYU y Coordinadora del Programa de Estudios Americanos
6 de agosto de 2013
Profesora adjunta de inglés en BYU y Coordinadora del Programa de Estudios Americanos
6 de agosto de 2013
Tenemos la intención de modificar esta traducción cuando sea necesario. Si tiene sugerencias, por favor, mándenos un correo a [email protected]
Buenos días, amigos. Hace unos meses tuve la oportunidad de viajar a Italia por primera vez. Mientras estuve allí, vi arte creado por los grandes maestros: Miguel Ángel, Botticelli, Fray Angélico y muchos otros. En Milán, pude ver la famosa obra La última cena de Leonardo da Vinci. Este mural se encuentra en el refectorio del Convento de Santa Maria delle Grazie. Para verlo hay que comprar las entradas con antelación y esperar para poder pasar quince minutos frente al cuadro. Cuando me tocó a mí, me acorralaron con otras veinticuatro personas en una sala de espera, me guiaron a través de dos esclusas de presión y finalmente me permitieron pasar para tener quince minutos de comunión frente a la pintura.
Mientras estaba allí sentada contemplé la pintura y el por qué se considera invaluable, pues su valor es inconmensurable. ¿Es porque la pintura es antigua, creada en el siglo XV? ¿Es por el lugar donde se encuentra, en Milán? ¿Es porque el acceso es limitado, pocas personas pueden verla, por lo que es más valiosa que las pinturas que cualquiera puede ver? ¿Es porque ha estado en peligro en el pasado, como cuando Napoleón usó el convento como armería, prisión y establo, o cuando fue parcialmente destruido por las bombas durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Es porque el pintor utilizó un estilo poco convencional al pintarla sobre una pared seca en lugar de pintarla sobre mortero de cal húmedo, lo que la hace más frágil y rara? ¿Se debe a quién lo pintó, el gran maestro Da Vinci? ¿O a lo que figura en la pintura?
Estas y otras preguntas las medité mientras estaba sentada mirando esta pintura. Me gustaría decir que se me ocurrieron respuestas profundas que me sacudieron hasta la médula, pero en lugar de eso se me ocurrieron más preguntas. ¿Cómo medimos nuestro valor? ¿Qué hace que algo —y, lo que es más importante, alguien— tenga valor?
Como profesora de literatura y cultura, mi trabajo es analizar los sistemas de significado y valor, siendo el lenguaje el primero y el más importante. Si vamos al Oxford English Dictionary (Diccionario Oxford del inglés), el quinto libro canónico para todos los que se especializan en el inglés, los extractos de la entrada del sustantivo value (valor) dicen:
• Valor o cualidad medido por un estándar de equivalencia
• Un estándar de estimación o intercambio
• [Algo] que vale la pena tener
• Valor material o monetario de algo
• Una tasación
• Rango o importancia relativa
• Valor basado en la estima
• Estimación [basada en] la conveniencia o utilidad real o supuesta [que luego se extiende] a un individuo o grupo
• Opinión o simpatía por una persona o cosa
• Valor o dignidad. . . con respecto al rango1
De acuerdo con estas definiciones, el valor de una cosa depende de las ideas de estimación, conveniencia, simpatía y dignidad. Es la idea central de la palabra evaluar —analizar—; sin embargo, a menudo no nos hacemos las preguntas: ¿Quién determina el sistema de valores que usamos para considerar, clasificar y encasillar a las personas o las cosas? ¿Quién determina el mecanismo de evaluación y los índices de lo que se evalúa? ¿Quién establece la «norma de equivalencia» que dice que algunas cosas tienen mayor valor que otras?
Como seres humanos, una de las cosas que hacemos para entender nuestro mundo es crear sistemas de significado que nos ayuden a organizar las sensaciones, experiencias y objetos con los que interactuamos. Recuerdo una ocasión en la que estaba leyendo con mi sobrino mayor, Connor, mientras él aprendía diferentes tipos de animales: por qué un perro no es una vaca y una vaca no es una cebra. Para aprender a identificar estas especies diferentes de animales, tuvo que basarse en el aspecto del animal, cómo sonaba y qué comía. Del mismo modo, hemos creado categorías como nacionalidad, raza, etnia, sexo, afiliación religiosa, partido político, estado civil, etc., para organizar y dar sentido a la diversidad de la humanidad. Sin embargo, con demasiada frecuencia utilizamos estos sistemas aparentemente descriptivos para determinar el valor de los demás. Estas jerarquías de valor creadas por el hombre pueden causar división, contención y percepciones sesgadas de la autoestima.
Por el contrario, el sistema de Dios para valorarnos promueve la conexión, la compasión y el amor. Somos Suyos. Él nos ama incondicional, eterna e inmutablemente. Nuestro valor es infinito porque somos Sus hijas e hijos. Ningún espíritu es más valioso que el otro. Entonces, ¿por qué no amamos y «medimos bien» a los hijos de Dios? En Doctrina y Convenios 18:10 leemos que «el valor de las almas es grande a la vista de Dios», pero ¿realmente creemos eso o mentalmente archivamos ese pasaje de las Escrituras como “solo para propósitos misionales”? Hoy me gustaría reflexionar sobre cómo podríamos alinear mejor la forma en que valoramos a los demás con la forma en que el Señor valora a Sus hijos, para que podamos ser verdaderos discípulos de Cristo.
“Pues, ¿cuánto vales?” Esta es una pregunta que oí por casualidad mientras escuchaba a escondidas en un vuelo reciente (En mi defensa, es difícil no escuchar todo lo que sucede alrededor de uno en un avión). En respuesta a la pregunta, el caballero en cuestión citó cifras de su portafolio, bienes en propiedad que tenía y su riqueza financiera neta. Lo primero que pensé fue: «¡Guau! Espero que nadie mida mi valor por lo que tengo en mi cuenta de ahorros; si lo hacen, estoy en problemas». Luego me senté y pensé más en cómo las externalidades—como la riqueza—se utilizan para atribuir valor a los individuos. Me acordé de la novela de Edith Wharton: La edad de la inocencia. En este texto, Wharton satiriza el intrincado conjunto de códigos que los muy ricos utilizaban para dictar el comportamiento y medir el valor de otros en la Nueva York de la Edad Dorada. Las personas que cumplían con estos códigos estrictos eran aceptadas en la alta sociedad como miembros valiosos. A aquellos que no cumplían o no podían cumplir con estos códigos se les tachaba de vulgares, de clase baja y, la peor de todas las designaciones, «desagradables».
Cuando enseño esta novela, a mis alumnos no les cuesta reírse de estos personajes y de su superficialidad. Pero nosotros, como gente del siglo XXI, también tenemos códigos para separar a los «guapos» de las «causas perdidas». Como clase, comenzamos a identificar varios marcadores o códigos que podrían usarse para clasificar a los demás y elaboramos una lista: la ropa que se ponen, el teléfono celular que tienen, la computadora portátil que usan, el automóvil que conducen, las bandas a las que escuchan, la talla de sus jeans, su estado civil, el complejo de apartamentos en el que viven, las películas que ven, su vello facial, etc. Mis alumnos descubrieron que estas cosas supuestamente descriptivas, en realidad, prescriben ciertas conductas y creencias que se consideran importantes para la aceptación y el valor.
A menudo no somos conscientes de que estamos atribuyendo valor a las personas de maneras que contradicen o desafían nuestras creencias profesadas como cristianos. La riqueza, la apariencia física, la educación, la raza, el origen étnico, el género, la sexualidad, la afiliación religiosa y el partido político son solo algunas de las categorías que se pueden usar para elevar a algunas personas y derribar a otras. Ya sea que nos guste admitirlo o no, es humano clasificar y atribuir valor a los demás, y la mayoría de las veces atribuimos mayor valor a las personas que son como nosotros que a las que son diferentes. Ahora es un cliché decir esto, pero le tenemos miedo a lo que no conocemos, por lo que las diferencias se vuelven sospechosas o «malas», mientras que la familiaridad engendra comodidad, por lo que la uniformidad se vuelve más valiosa. Además, el miedo a quedarse corto o el miedo a no ser suficiente a menudo impulsa estos comportamientos negativos. Debido a que tememos ser menos de alguna manera, buscamos elevarnos por encima de los demás para convencernos de que somos valiosos.
¿De dónde provienen estos sistemas que evalúan nuestro valor? Estos sistemas no son ni eternos ni trascendentes; Son creaciones humanas basadas en el lugar y el tiempo que mayormente benefician a aquellos en posiciones de poder y que han creado estos sistemas.
Por ejemplo, muchas ideas pseudocientíficas de superioridad racial que elevaban a los anglosajones por encima de todos los demás se perpetuaron durante siglos. Este sistema existía para justificar la devaluación y la deshumanización de las personas de color y así poder confiscar sus tierras y utilizarlos como esclavos o súbditos. Hasta hace poco, las narrativas sociales decían que las personas con dos cromosomas X eran intelectualmente inferiores, predispuestas a la irracionalidad emocional e incapaces de gobernar a los demás, y mucho menos a gobernarse a sí mismas. Esta valoración prohibía a las mujeres tener propiedades, obtener una educación, votar en las elecciones y participar en la esfera pública.
Estos sistemas humanos mediante los cuales evaluamos, categorizamos y clasificamos a otros han cambiado con el tiempo y el lugar. Obviamente, estos sistemas que elevan a unos y denigran a otros son destructivos y han llevado a guerras, esclavitud, discriminación y violencia a escala social y mundial.
Estos falsos sistemas de valores también tienen un impacto negativo en menor escala, en el individuo y su sentido de autoestima y de lugar en la comunidad. Decirle a alguien que es menos, que nunca encajará ni será lo suficientemente bueno o que solo recibirá aceptación al cambiar su forma de ser, resulta destructivo emocional, espiritual y, a veces, físicamente.
La belleza es uno de estos sistemas que afecta de forma negativa el valor individual. Los seres humanos hacen todo lo posible para lograr una belleza ideal: entrenamientos extremos, cirugía plástica, trastornos alimenticios, rituales de maquillaje elaborados, tratamientos extensos para el cabello y las uñas y compras compulsivas. Todos estos comportamientos provienen del deseo de vernos atractivos porque se nos enseña a creer que las personas hermosas son más valiosas que otras.
Aquí en Utah no somos inmunes a esta tendencia. En noviembre de 2007, la revista Forbes nombró a Salt Lake City como la ciudad más vanidosa de Estados Unidos porque tenía más cirujanos plásticos y usaba más productos de belleza per cápita que cualquier otra ciudad grande de los Estados Unidos2. Conduzcan por la autopista interestatal de Utah y verán un letrero tras otro que ofrece opciones para mejorar su apariencia. Pasen un rato en Facebook o vean una pausa comercial durante las horas de máxima audiencia televisiva y verán varios ejemplos de cómo cosificar a las personas, avergonzarlas y atar su valor individual a sus cuerpos. Si caemos presos de los reality shows, nos veremos sometidos a decenas de cirugías plásticas, cambios de imagen, programas de «citas» y peligrosas competencias de pérdida de peso. Estos programas nos inundan con el mensaje de que uno nunca puede ser lo suficientemente hermoso y que la felicidad depende de la piel, los dientes, el cabello, el peso, la forma y el armario que uno tiene. En 1 Samuel 16:7 leemos que «el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón», y la obsesión de nuestra cultura moderna con la belleza ciertamente lo confirma.
Esta obsesión no es inofensiva. En un discurso de la conferencia general, el élder Jeffrey R. Holland comentó sobre este falso sistema de valores y su naturaleza destructiva, suplicando a las mujeres de todas las edades:
Les suplico, … que por favor se acepten más a ustedes mismas, incluso la forma y la contextura de su cuerpo, con menos deseos de parecerse a alguna otra persona. Todos somos diferentes; … [Si] están obsesionadas por vestir las tallas más pequeñas, no les deberá sorprender que su hija o la joven Abejita de su clase hagan lo mismo y que se perjudiquen la salud para tratar de lograrlo. …
… [Es] espiritualmente destructivo y es responsable de gran parte de la desdicha con que las mujeres, entre ellas las jovencitas, se enfrentan en el mundo de hoy. Y si los adultos se preocupan de la apariencia —de hacerse estirar la piel, de recortarla o de hacerse implantar objetos en el cuerpo, o de hacerse modificar todo a lo que se le pueda dar nueva forma— esas preocupaciones y angustias seguramente tendrán un efecto en los hijos. Al llegar a cierto punto, el problema se convierte en lo que el Libro de Mormón llamó “vanas ilusiones” 3.
Como dijo el élder Holland, esta obsesión con la apariencia —y con el constructo social de que la belleza otorga valor— nos destruye física y espiritualmente, y no se limita solo a las mujeres. Los hombres también tienen que lidiar con las presiones de la apariencia, y desafortunadamente, los desórdenes alimentarios, los trastornos de ejercicio compulsivo y los problemas psicológicos asociados con alcanzar la belleza están aumentando entre los hombres.
¿Verse mejor los hace mejores personas? ¿Los ama Dios más? Estoy segura de que todos responderíamos con un rotundo no; sin embargo, ¿cambian su respuesta al mirarse en el espejo y criticarse a sí mismos o al criticar a los demás por su apariencia? ¿De verdad creemos lo que decimos? Recuerden: la belleza ideal es una construcción de este mundo. Podemos señalar a los sospechosos habituales de este falso sistema de valor: la industria de la moda, la publicidad, la televisión, etc. Y sí, nos bombardean con imágenes que dicen: «Esto es hermoso. Si te ves así, serás popular, serás importante, querrán salir contigo, querrán casarse contigo, merecerás amor». Aunque sabemos que esto es falso, las tasas de personas que buscan «hacerse estirar la piel, […] recortarla o […] hacerse implantar objetos en el cuerpo, o modificar[se]», como dijo el élder Holland, y las tasas de trastornos alimenticios y depresión entre los estudiantes universitarios de este campus y de otros nos dicen que esto es muy real.
Una de mis obras literarias favoritas es la obra de Lorraine Hansberry Uva pasa bajo el sol. Esta obra examina cómo las categorías de valor socialmente construidas pueden aplastar a los individuos, y también ofrece un remedio. Los Younger son una familia afroamericana pobre que vive en el sur de Chicago después de la Segunda Guerra Mundial. Las degradaciones de las prácticas racistas de vivienda y contratación los han desgastado, carcomiendo las relaciones familiares y drenando la esperanza de cada individuo.
Al comienzo del tercer acto, la familia Younger queda impactada al enterarse de que, debido a las acciones de Walter Lee Younger, han perdido la pequeña herencia que podría haberlos ayudado a mejorar su situación. Su hermana, Beneatha, se vuelve contra Walter, diciendo que ya no es un hombre, sino «una rata sin dientes».
Su madre la corrige, recordándole que ella le enseñó a amarlo, a lo que Beneatha responde: «¿A amarlo? Ahí no queda nada que amar». En efecto, el peso opresivo del racismo les ha dicho tantas veces a los Youngers que no valen nada que están empezando a creérselo.
Sin embargo, Mamá Younger dice sabiamente en este memorable discurso:
Siempre queda algo para amar. … Niña, ¿cuándo crees que es momento de amar a alguien más que nunca? ¿Cuando lo han hecho bien y han hecho las cosas fáciles para todos? Bueno, entonces no has aprendido, porque ese no es el momento en absoluto. ¡Es cuando él está en lo más bajo y no puede creer en sí mismo porque el mundo lo ha azotado demasiado! Cuando empieces a medir a alguien, mídelo bien, niña, mídelo muy bien. Asegúrate de que hayas tenido en cuenta que valles y montañas ha tenido que atravesar antes de llegar donde sea que está.
Mamá le recuerda a Beneatha que todas las personas son valiosas, que siempre hay algo que amar y que debemos reconsiderar cómo nos medimos unos a otros. En última instancia, argumenta que medir bien no depende de factores externos, sino que se basa en el valor inmutable de una persona como ser humano. Y para Mamá, una cristiana practicante, hay más: nada puede disminuir ese valor, y siempre hay algo que amar porque todos somos hijos de Dios.
El Padre Celestial sabía que tendríamos problemas con esto. De hecho, las Escrituras están llenas de mandatos a resistir el impulso humano de clasificar a las personas y, en cambio, verlas como Dios las ve. Por ejemplo, Levítico contiene varios mandamientos a los israelitas de aceptar y amar a todos los que estaban entre ellos. Leemos:
Y cuando el extranjero more contigo en vuestra tierra, no le oprimiréis.
Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrine entre vosotros; y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. [Levítico 19:33–34]
Dios les mandó a los israelitas que miraran más allá de las construcciones humanas de nacionalidad o práctica religiosa, y vieran y amaran al «extranjero» como «un natural de vosotros». Nos mandó que no oprimiéramos a aquellos que percibimos como diferentes. Nos pidió que reconociéramos que las divisiones entre ellos y nosotros son artificiales porque todos somos hijos de Dios. Además, les recordó a los israelitas que ellos también habían sido extranjeros y que todos lo somos en un momento u otro de nuestra vida. Dios había mostrado misericordia hacia Sus hijos durante sus años en Egipto, y ahora ellos debían mostrar misericordia hacia otros extranjeros.
En los versículos anteriores, Dios mandó a los israelitas: «amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo [soy] Jehová» (Levítico 19:18). Aquí no hay excepciones: nada de «amarás a tu prójimo a menos que sea X, Y o Z». Por el contrario, recibimos un mandato para la inclusión total. La declaración final, «Yo [soy] Jehová», subraya quién habla y crea una separación entre el mandamiento divino de amar de manera inclusiva y la tendencia humana a distinguir, evaluar, discriminar y tolerar a los demás.
La palabra tolerar es una de mis menos favoritas, porque popularmente se usa de una forma que le asigna superioridad al hablante e inferioridad al objeto de su comentario. Cuando uno tolera a una persona, tolera sus creencias o sus acciones, esto implica que uno se ve a sí mismo, ve sus creencias o sus acciones, como superiores a las del otro. Sin embargo, esta no es la manera del Señor, y nuestros líderes nos lo han señalado. En un devocional del SEI, el élder Dallin H. Oaks definió la tolerancia «como una actitud amistosa y justa hacia opiniones y prácticas desconocidas o hacia las personas que las poseen o practican»5. Fíjense en las palabras amistosa y justa en esta definición. El élder Oaks también nos pidió «reflexionar más sobre la naturaleza de la tolerancia», recalcando que «todos … son hermanos y hermanas en Dios» y, como tales, merecen respeto.6
Respeto mutuo es el término que el élder Russell M. Nelson utilizó en un discurso de la conferencia general sobre la tolerancia, citando una declaración reciente del Cuórum de los Doce Apóstoles que decía: «En forma muy sincera creemos que al reconocernos los unos a los otros con consideración y compasión, descubriremos que todos nosotros podemos coexistir en forma pacífica a pesar de nuestras profundas diferencias”7. La «consideración y [la] compasión» —no la condescendencia— son los atributos que nuestros líderes nos invitan a magnificar.
El presidente Dieter F. Uchtdorf dijo en su discurso «Ustedes son Mis manos»:
Cuando pienso en el Salvador, a menudo me lo imagino con las manos extendidas para consolar, sanar, bendecir y amar. Él siempre hablaba con la gente, y no les hablaba mal. Amaba a los humildes y a los mansos y anduvo entre ellos, ministrándoles y ofreciendo esperanza y salvación.
Eso es lo que hizo durante Su vida mortal; es lo que estaría haciendo si viviera entre nosotros hoy; y es lo que debemos estar haciendo como discípulos Suyos y miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días8.
La connotación de tolerar, que sugiere juicio, condescendencia y desagrado, no concuerda con el ejemplo del Señor de hablar con la gente como iguales y no como inferiores, ni con Su mandato de amar a todos abundantemente, sin retener nada. Como Él y nuestros líderes han enseñado, la compasión, el respeto, la equidad, la amabilidad y la consideración marcan la forma en que debemos ver las diferencias de opinión, creencias y posición en la vida, porque, como dijo el élder Oaks, todos somos hermanos y hermanas en Dios.
Cristo mismo se negó a reconocer distinciones de clase, nacionalidad, raza, género, política o fe entre las personas, sino que vio a cada individuo como un hijo de Dios digno de Su tiempo, servicio, enseñanzas y amor. Cuando una mujer enferma, rechazada por todos los demás, se acercó a Él en busca de ayuda y tocó Su manto, Él no la condenó ni la rechazó, sino que la bendijo (véase Lucas 8:43–48). Cuando una mujer pecadora se acercó a Él para lavarle los pies, Cristo no la reprendió, sino que aceptó su acto de caridad (véase Lucas 7:37–38). Cuando los fariseos lo criticaron por cenar con un publicano —un hombre que representaba la profesión equivocada, la política equivocada y una nación extranjera invasora— Cristo los reprendió diciendo que Su palabra y Su amor eran para todos (véanse Marcos 2:15–17;Lucas 15:1-2). Finalmente, cuando Jesús vio a la mujer samaritana junto al pozo, no la rechazó por ser mujer y samaritana como lo exigiría el tabú, sino que le habló, le enseñó y la amó (véase Juan 4:5–42).
Del mismo modo, las parábolas de Cristo enseñan que debemos ver más allá de las divisiones creadas por los humanos que clasifican y evalúan a las personas a fin de verlas como quienes son, y lo que son: hijos de Dios. El buen samaritano de Lucas 10 es un ejemplo perfecto de ello. Todos conocemos la historia: Antes de que llegara el samaritano, un sacerdote y un levita pasaron de largo al herido. Llegó un samaritano. Este supuesto enemigo de Israel podría haber dicho: «Oh, este hombre es un extranjero», «Este hombre es mi enemigo», «Este hombre es de otra iglesia» o «Alguien más debería cuidar de él porque no es mi problema ni vale la pena ni el tiempo». En lugar de ver esas diferencias y divisiones, el samaritano vio a ese hombre como un ser humano de valor y actuó de acuerdo con esa visión. Fue este hombre de afuera, este extraño, quien tuvo compasión del hombre robado, vendó sus heridas y le proveyó refugio y cuidados adicionales.
Valiéndose de esta parábola, Cristo enseñó que debemos amar y cuidar a todas las personas, no solo a las que son como nosotros, porque todas son valiosas para Él. Además, dado que Él comparte esta lección con Sus discípulos, está enseñando que una medida de nuestro discipulado para con Él es cómo tratamos a todos los demás. ¿Juzgamos y pasamos por alto a los demás? ¿O nos detenemos para ayudarles y ministrarles?
Esto me recuerda algo que escribió la filósofa francesa Simone de Beauvoir: «La vida conserva valor mientras se [atribuye] valor a la de los otros a través del amor, la amistad, la indignación [y] la compasión»9. Ahora bien, yo por el contrario diría que cada vida tiene valor, pero que nuestro valor como discípulos de Cristo depende del valor que le atribuimos a la vida de los demás. Si devaluamos, degradamos, denigramos o desestimamos a los demás, disminuimos nuestro discipulado y destruimos aquello que nos hace humanos: la compasión. Pero cuando valoramos a los demás, no solo demostramos lo mejor de la humanidad, sino que también magnificamos nuestro discipulado.
Una y otra vez en las Escrituras, los profetas, apóstoles y el Señor mismo nos invitan a amar a todas las personas. A continuación, se dan algunos ejemplos. Como mencioné antes, Levítico 19:18 nos dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», un mandamiento que se reitera en Mateo 19:19. En el evangelio de Juan, leemos las palabras que más tarde sirvieron como inspiración para el himno “Amad a otros”, el cual ha llegado a ser muy querido en la comunidad de los Santos de los Últimos Días:
Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros.
En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros. [Juan 13:34–35; véase también «Amad a otros», Himnos, nro. 203].
Cristo dio este mandamiento específicamente al aconsejar a Sus discípulos y prepararlos para la obra de proselitismo que iban a emprender. Sin embargo, este mandamiento también se extiende a nosotros, Sus discípulos en los últimos días. Si creemos en Él, debemos extendernos amor los unos a los otros, y no solo a los que forman parte del cuerpo de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, sino a todos Sus hijos en esta tierra. Si creemos en Él, haremos lo que Nefi nos pidió: «seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres [y mujeres]» (2 Nefi 31:20, cursiva agregada). Si creemos en Él, haremos lo que hizo el pueblo del rey Benjamín y daremos gracias al Señor su Dios, y nos regocijaremos y estaremos llenos de amor para con Dios y todos los hombres y mujeres (véase Mosíah 2:4).
Las Escrituras nos dicen repetidamente que el discipulado conlleva amarse unos a otros. Una vez más, aquí no hay peros; las Escrituras no dicen: «Amad a Dios y a todos los hombres y mujeres, excepto a los que son o hacen X». No, se nos manda amar a todos los hombres y mujeres si hemos de ser contados entre los discípulos de Cristo.
En Institución de la religión cristiana, el reformador cristiano Juan Calvino habló del verdadero discipulado y su requisito de reconocer a todos los seres humanos como hijos de Dios dignos de amor. Calvino rebatió varios argumentos que establecían falsos sistemas de valoración, desarmándolos con el evangelio del amor. Escribió:
Responderéis que es un extraño. El Señor mismo ha impreso en él una marca que nos es familiar, en virtud de la cual nos prohíbe que menospreciemos a nuestra carne (Gálatas 6:10). Diréis que es un hombre despreciable y de ningún valor. El Señor demuestra que lo ha honrado con su misma imagen (Isaías 58:7). Si alegáis que no tenéis obligación alguna respecto a él, Dios ha puesto a este hombre en su lugar, a fin de que reconozcamos, favoreciéndole, los grandes beneficios que su Dios nos ha otorgado. Replicaréis que este hombre no merece que nos tomemos el menor trabajo por él; pero la imagen de Dios, que en él debemos contemplar, y por consideración a la cual hemos de cuidarnos de él, sí merece que arriesguemos cuanto tenemos y a nosotros mismos. Incluso cuando él, no solamente no fuese merecedor de beneficio alguno de nuestra parte, sino que además nos hubiese colmado de injurias y nos hubiera causado todo el mal posible, ni siquiera esto es razón suficiente para dejar de amarlo y de hacerle los favores y beneficios que podamos10.
Calvino repite una y otra vez que la imagen y la gracia de Dios se encuentran en todos aquellos a quienes solemos descartar o denigrar. También hace hincapié en que todos estamos conectados y que nadie es mejor que otro. Y puesto que todos los seres humanos son hijos de Dios, todos merecen nuestro afecto y amor. O bien, volviendo al discurso del presidente Uchtdorf, puesto que todos tienen la imagen de Dios grabada en sus rostros y el sacrificio de Cristo inscrito en sus almas, todos son llamados a ser Sus manos para servir, abrazar, recibir, hermanar, consolar y elevar a los demás. En Moroni 8:16 leemos que «el amor perfecto desecha todo temor». El amor a Dios y a nuestros semejantes disipa nuestro temor a las diferencias y a no estar a la altura de las expectativas de los demás. Nos santifica, dándonos aún más capacidad para amar.
Este es el mensaje de mi libro favorito de las Escrituras, 1 Juan. En esta epístola, el autor traza la naturaleza del amor de Dios y el amor que es el verdadero discipulado:
Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor.
En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que vivamos por medio de él.
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.
Amados, si Dios así nos ha amado, también nosotros debemos amarnos unos a otros.…
… Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él….
Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.
Si alguno dice: Yo amo a Dios, pero aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?
Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano. [1 Juan 4:7–11, 16, 19–21]
Dios nos ama porque somos Sus hijos y tenemos un valor infinito. Debido a que Él nos ama y nos ha bendecido con Su gracia, se nos manda ver a todos los demás como hijos de Dios y amarlos, amar a nuestros hermanos y hermanas. Esta epístola nos llama la atención por nuestra posible hipocresía: si decimos que amamos a Dios, pero luego degradamos a los demás, en realidad no amamos a Dios porque tal amor desterraría de nuestro corazón esos sentimientos de enemistad. Tal como leemos en Juan, “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). «De tal manera amó Dios al mundo» —no a partes del mundo ni a ciertas personas que viven en este mundo, sino al mundo entero— que nos dio a Su Hijo, lo cual fue un sacrificio enorme de Su parte. Y a cambio, nos pide que sacrifiquemos nuestras divisiones mezquinas, sectarismo tóxico y falsas jerarquías de valor para reconocer el valor de cada ser humano e hijo de Dios.
El porqué del amor es claro, pero el cómo a veces no queda tan claro. Amar a todos los hijos de Dios requiere humildad y el deseo de hacerlo. Significa que tenemos que cambiar la forma en que vemos a los demás para que ya no veamos a las personas como un grupo demográfico sino como hijos de Dios. Esto no es fácil ni inmediato, sino que requiere persistencia y trabajo duro. A veces podemos fallar, pero si lo hacemos, debemos perdonarnos e intentarlo de nuevo a medida que nos esforzamos por llegar a ser mejores discípulos.
Pues, ¿cuánto valen? Espero que sepan que están por encima y más allá de esas falsas medidas de valor que nosotros los humanos hemos creado. Tienen un valor infinito que no tiene nada que ver con su portafolio de negocios, la talla de ropa que usan, el partido por el que votan, el color de su piel, su género, etc. ¿Por qué? Primero, porque son seres humanos, y todos los seres humanos tienen valor. Segundo, porque son hijos de padres celestiales que los aman y los ven como las personas valiosas que son.
Testifico que Dios es amor, que el evangelio de Jesucristo es un Evangelio de amor y que el verdadero discipulado requiere compartir ese amor con todas las personas. Es mi esperanza que seamos capaces de reconocer y rechazar esos falsos sistemas de valores que degradan y dividen, y que en vez de ello aceptemos el amor que es el verdadero discipulado. Digo estas cosas en el nombre de Jesucristo. Amén.
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Notas
1. Del Oxford English Dictionary (2013, en línea), s.v. “value.”
2. Véase Rebecca Ruiz, «America’s Vainest Cities», Forbes, 29 de noviembre de 2007, forbes.com/2007/11/29/plastic-health-surgery-forbeslife-cx_rr_1129health.html.
3. Jeffrey R. Holland, «A las mujeres jóvenes«, Liahona, noviembre de 2005, págs. 29–30.
4. Lorraine Hansberry, Uva pasa bajo el sol, trad. Indhira Serrano. Cursivas del original.
5. Dallin H. Oaks, «Truth and Tolerance«, discurso pronunciado en un devocional del SEI, 11 de septiembre de 2011; véase también «El equilibrio entre la verdad y la tolerancia«, Liahona, febrero de 2013, pág. 26.
6. Oaks, «Truth and Tolerance«.
7. Declaración de la Primera Presidencia y del Cuórum de los Doce, 18 de octubre de 1992, citada en Church News, 24 de octubre de 1992, pág. 4; citado en Russell M. Nelson, «Llena nuestro corazón de tolerancia y amor«, Liahona, julio de 1994, pág. 77.
8. Dieter F. Uchtdorf, «Ustedes son Mis manos«, Liahona, mayo de 2010, pág. 68
9. Simone de Beauvoir, La Vejez, trad. Por Aurora Bernárdez (Bogotá: Editorial Sudamericana, 2013), pág. 667.
10. Juan Calvino, Institución de La Religión Cristiana, tomo. 1, trad. Luis Ilsoz y Río (Fundación Editorial de Literatura Reformada, 1999) pág. 533.
Kristin L. Matthews era profesora adjunta de inglés en BYU y coordinadora del Programa de Estudios Americanos cuando pronunció este devocional, el 6 de agosto de 2013.